Una casualidad, un comienzo

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Hoy Facebook se encargó de recordarme que hace un año Nacho y yo nos conocimos, o mejor dicho, que nos hicimos amigos en la red social. ¡Menos mal, porque soy un desastre con las fechas! Ahora, gracias a Zuckerberg, no me olvido nunca los cumpleaños de mis amigas. También me preguntó si quería compartir el acontecimiento en mi muro, pero pensé que una idea mucho mejor sería contar la historia.

Como ya estoy grandecita para llevar un diario íntimo, mejor abrir un blog. Después de leer tanto y mirar cantidades de telenovelas (mientras todos mis amigos se fanatizan con series, yo sigo adicta a las telenovelas) es hora de que escriba la propia. Es cierto, hay muchos blogs y más con historias de amor o desamor, pero ésta tiene un condimento especial. No estarán Onur y Sherezade, ni Zampini y Estevanez; pero creo que es mejor, porque mi historia puede ser la de cualquiera.

Así que cierro Facebook por un rato para sentarme a escribir, me hago un té de manzanilla y miel, fantaseo con liderar el rating (pero de los blogs) y empiezo como toda buena telenovela: con un encuentro y una casualidad. ¿O quién no dice que toda casualidad en realidad es una causalidad?

Siempre me gustó leer al aire libre. Aunque en invierno, el sillón y la manta polar son mi gran debilidad, ese día no aguanté. Después de pasar semanas encerrada haciendo un trabajo de traducción necesitaba respirar aire puro.

Me emponché con todo lo que tenía, agarré el primer libro que encontré sobre el escritorio y salí a enfrentar el frío. ¡Caminando con toda esa ropa me sentía RoboCop! Llegué al parque que quedaba a unas cuadras de casa y me senté en mi banco preferido debajo de un jacarandá.

Después de un rato quieta, las manos y los pies se me convirtieron en cubitos de hielo. Metí la nariz adentro de la bufanda, pero igual era imposible, me congelaba. Cuando estaba a punto de abortar la misión, escuché: “¡El frío es un estado mental, Lorenzo!”.

En otro momento la frase me hubiera parecido una pavada, pero esa voz sonó tan convencida de lo que decía y con tanta energía que era imposible contradecirla. Con apenas un jogging y un buzo, el chico de voz enérgica trotaba con el tal Lorenzo que lo miraba con cara de no aguantar más. “Son diez vueltas solamente, Loren. Yo lo hago siempre”, le insistía. Yo coincidía más con su amigo, trotar no era exactamente ‘lo mío’.

No estaba segura de haberlo visto antes por el barrio, pero su cara me sonaba conocida. Sí, soy mala para las fechas, y también para acordarme las caras. Agarré de nuevo el libro y me quedé fingiendo que leía, mientras de reojo lo miraba completar sus vueltas. De repente, me había olvidado del frío.

Pasando cerca de mí, al chico de cara conocida se le cayó algo al suelo. Me apuré para levantarlo… ¡era la excusa perfecta para hablarle en la próxima vuelta! Mala suerte la mía, esa había sido la última y los veía alejarse trotando por la bicisenda.

Un poco desilusionada presté atención a lo que había levantado: era una tarjeta con el logo del spa que me había recomendado una amiga y al que cada tanto iba a hacerme masajes. Del otro lado, un nombre: Ignacio Pedraza. ¿Sería él? ¿Por qué tendría la tarjeta de un spa? ¿Iría a hacerse masajes también? Pensándolo bien, no sabía qué otras cosas hacían en el spa. Quizá era para la madre o para una hermana. ¿O tendría novia y la había agarrado para ella? Con mi mala racha, seguro tenía novia.